5/9/08

MARK TWAIN: LA ORACIÓN DE GUERRA

Fue una época de gran exaltación y emoción.
El país se había levantado en armas, había
empezado la guerra y en cada pecho ardía el
fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble
de los tambores y tocaban las bandas de
música; tiraban cohetes y un montón de fuegos
artificiales zumbaban y chisporroteaban.
Allí abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y
balcones, ondeaba al sol una espesura de
banderas brillantes. De día, por la ancha
avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban
alegres y hermosos con sus uniformes; a su
paso los orgullosos padres, madres, hermanas
y enamoradas los vitoreaban con voces
ahogadas por la emoción. De noche, en las
concurridas reuniones se escuchaba con
admiración la oratoria patriótica que agitaba lo
más hondo de sus corazones, y que solía
interrumpirse con una tempestad de aplausos,
al tiempo que las lágrimas corrían por sus
mejillas. En las iglesias los pastores predicaban
devoción a la bandera y al país, y en favor de
nuestra noble causa imploraban ayuda al dios
de las batallas con una elocuencia tan efusiva y
fervorosa que conmovía a todos los oyentes.
De hecho, era una época próspera y alegre, y
los pocos espíritus temerarios que se
aventuraban a desaprobar la guerra y a
albergar alguna duda sobre su rectitud,
enseguida recibían un castigo tan duro y
severo que, para su propia seguridad,
inmediatamente retrocedían espantados y no
volvían a ofender en ese sentido.
Llegó el domingo por la mañana. Al día
siguiente los batallones partirían hacia el frente;
la iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los
voluntarios, con sus rostros iluminados por
visiones y sueños milicianos. ¡El austero
avance de tropas, el ímpetu incontenible, el
ataque desenfrenado, los sables relucientes, la
huida del enemigo, el tumulto, el humo
envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y
luego, de regreso al hogar, los héroes
condecorados, bienvenidos, venerados,
inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de
los voluntarios se sentaban sus seres queridos,
orgullosos, contentos y envidiados por los
vecinos y amigos que no tenían hijos o
hermanos a quienes enviar al campo de honor,
para vencer por la bandera o, caso contrario,
sucumbir a la más noble de las muertes nobles.
El servicio religioso continuó. Se leyó un
capítulo del Antiguo Testamento sobre la
guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de
un estallido del órgano que sacudió el edificio.
Y de un impulso la congregación se levantó con
brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios
Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu
trompeta y el rayo tu espada!».
Después vino la oración larga. Nadie recordaba
algo semejante por lo apasionado de la súplica
y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En
esencia, la oración pedía al Padre de todos
nosotros, benigno y siempre misericordioso,
que velara por nuestros nobles y jóvenes
soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y
ánimo en el afán de su patriótica tarea; que los
bendijera y protegiera con Su poderosa mano
en la batalla; que los fortaleciera y les diera
confianza para que fueran invencibles en el
ataque sangriento; que les ayudara a aplastar a
l enemigo y les concediera, tanto a ellos como
a su patria y su bandera, la gloria y el honor
imperecederos.
Un anciano extraño entró y con paso lento y
callado avanzó por el pasillo, con los ojos
clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e
iba vestido con una túnica que le llegaba a los
pies, llevaba la cabeza descubierta, una
vaporosa cascada de cabello cano le caía
sobre los hombros y tenía la cara arrugada y
exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos
de asombro, todos le seguían con la mirada
mientras se encaminaba al altar en silencio y
sin pausa, hasta que se detuvo a la par del
clérigo y se quedó allí esperando de pie.
El clérigo, con los ojos cerrados, no se había
percatado de la presencia del extraño y
prosiguió con su oración conmovedora hasta
terminar con las siguientes palabras,
pronunciadas con gran fervor: «¡Bendice
nuestras almas, concédenos la victoria, Oh
Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de
nuestra tierra y nuestra bandera!».
El extraño le tocó el brazo y le hizo señas para
que se apartara -a lo que accedió el
desconcertado clérigo- y ocupó su lugar.
Durante unos momentos, con ojos solemnes
que emanaban una luz extraordinaria,
contempló detenidamente a la audiencia
embelesada. Entonces con una voz profunda
dijo: «Vengo del Trono. Soy portador de un
mensaje de Dios Todopoderoso». Las palabras
golpearon a la congregación como en un
seísmo; si el extraño lo percibió no hizo ningún
caso. «El ha escuchado la oración de Su
siervo, vuestro pastor, y se concederán sus
peticiones si ése es vuestro deseo después
que yo, Su mensajero, os haya explicado su
significado, es decir, todo su significado. Pues
sucede lo que en la mayoría de las oraciones
de los hombres; el que las pronuncia pide
mucho más de lo que es consciente, salvo que
se detenga y se ponga a meditar».
«Vuestro Siervo de Dios ha rezado su plegaria.
¿Ha reflexionado sobre lo que ha dicho? ¿Es
acaso una sola oración? No; son dos -una
pronunciada y la otra no-. Ambas han llegado a
los oídos de Aquel que escucha todas las
súplicas, tanto las anunciadas como las
guardadas en silencio. Ponderad esto y
guardadlo en la memoria. Si rezas una plegaria
en tu beneficio ¡ten cuidado! no sea que sin
querer invoques al mismo tiempo una maldición
sobre el vecino. Si rezas una oración para que
llueva sobre tu cosecha, mediante ese acto
quizá estés implorando que caiga una
maldición sobre la cosecha de alguno de tus
vecinos que probablemente no necesite agua y
resulte así dañada».
«Han escuchado la oración de vuestro siervo
-la parte enunciada-.Yo he sido encargado por
Dios para poner en palabras la otra parte,
aquélla que el pastor -al igual que ustedes en
sus corazones- rezaron en silencio. ¿Con
ignorancia y sin reflexionar? ¡Dios asegura que
así fue! Oísteis estas palabras: 'Concédenos la
victoria, Oh Señor Nuestro Dios'. Eso es
suficiente. La oración pronunciada está
íntimamente ligada a esas palabras fecundas.
No han sido necesarias las explicaciones.
Cuando habéis rezado por la victoria, habéis
rezado por las muchas consecuencias no
mencionadas que resultan de la victoria -debe
ser así y no se puede evitar-.El espíritu atento
de Dios Padre acogió también la parte no
pronunciada de la oración. Me encargó que la
expresara con palabras. ¡Escuchad!».
«Oh Señor, nuestro Padre, nuestros jóvenes
patriotas, ídolos de nuestros corazones, salen a
batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos
partimos también nosotros -en espíritu- dejando
atrás la dulce paz de nuestros hogares para
aniquilar al enemigo. ¡Oh Señor nuestro Dios,
ayúdanos a destrozar a sus soldados y
convertirlos en despojos sangrientos con
nuestros disparos; ayúdanos a cubrir sus
campos resplandecientes con la palidez de sus
patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno
de sus cañones con los quejidos de sus heridos
que se retuercen de dolor, ayúdanos a destruir
sus humildes viviendas con un huracán de
fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de
sus viudas inofensivas con aflicción
inconsolable; ayúdanos a echarlas de sus
casas con sus niñitos para que deambulen
desvalidos por la devastación de su tierra
desolada, vestidos con harapos, hambrientos y
sedientos, a merced de las llamas del sol de
verano y los vientos helados del invierno,
quebrados en espíritu, agotados por las
penurias, te imploramos que tengan por refugio
la tumba que se les niega -por el bien de
nosotros que te adoramos, Señor-, acaba con
sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su
amargo peregrinaje, haz que su andar sea una
carga, inunda su camino con sus lágrimas, tiñe
la nieve blanca con la sangre de las heridas de
sus pies! Se lo pedimos, animados por el amor,
a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y
seguro refugio y amigo de todos aquellos que
padecen. A El, humildes y contritos, pedimos
Su ayuda. Amén».
(Después de una pausa)
«Así es como lo habéis rezado. ¡Si todavía lo
deseáis, hablad! El mensajero del Altísimo
aguarda».
Más tarde se creyó que el hombre era un
lunático porque no tenía sentido nada de lo que
había dicho.
Traducción de Pilar Hortelano.

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